Cuando
Alfonso Graña salió de su casa en la aldea de Amiudal, del ayuntamiento de
Avión, en Orense, no sabía ni leer ni escribir. Pero esto no impidió que
llegara a ser reconocido como rey por las tribus jíbaras huambisa y aguaruna
del alto Amazonas, conocidas por guerrear sin pausa y reducir las cabezas de
sus enemigos. Para ellos, Graña parecía como un ser superior, inmune a las
fiebres, al veneno de las tarántulas o a la furia de los rápidos. Cuando murió,
en lo profundo de la selva, fue noticia en los periódicos de la época, y
recordado por escritores y científicos de la II República española. Hoy en día,
en su casa natal en Amiudal, hay una placa que dice: “Casa natal de
Alfonso Graña, rey de los jíbaros".
Alfonso
Graña partió a América a finales del siglo XIX, reside en Belén de Pará y un
tiempo después se traslada a Iquitos (Perú), donde está documentado que se
encuentra en 1910 y trabaja en distintos oficios, incluido el de cauchero.
En
Iquitos, próspera ciudad amazónica gracias a la industria del caucho, reside
Alfonso Graña durante una década y traba profunda amistad con Cesáreo Mosquera.
Originario de una parroquia cercana a Amiudal, Mosquera era un ferviente
republicano que había hecho la guerra en Filipinas antes de asentarse en la
capital del departamento peruano de Loreto, donde había formado una familia y
fundado la célebre librería Amigos del País, verdadero centro de reunión de una
colonia española que acudía allí para enterarse de las últimas novedades de la
patria y leer con fruición las novedades del Ya o El Sol.
Iquitos
se había hecho próspera con la venta de caucho natural que sacaban de la selva,
pero su precio en los mercado mundiales estaba cayendo con la introducción de
estos árboles en las tierras del extremo Oriente, un lugar en el que crecían
mucho más rápidamente y producían una mayor cantidad de látex, y sobre todo a
partir de 1920, se vuelve algo crítico, por lo que en esa época, Graña decide
adentrarse en la selva y remontar el Alto Marañón (Amazonas) en busca de nuevas
oportunidades. Aunque no está claro como llegó a contactar con los jíbaros. La
mayoría de las fuentes coinciden en que debió producirse un enfrentamiento con
ellos en el que murió la persona que acompañaba a Graña. Y el se salvó de
casualidad, porque "se encaprichó con él la hija del jefe de la
tribu". Su aspecto alto y delgado (su familia era conocida en su aldea
natal como “los chulos”), debió de encandilar a la joven. Le gustaba -quizá
herencia del padre, sastre- vestir elegantemente, y se tocaba con unas gafas
redondas que le daban un aire intelectual. Esa imagen, al parecer, le libró de
morir a manos de los feroces jíbaros, y su audacia e inteligencia le servirían
para suceder a su suegro a la muerte de éste.
Lo
cierto es que Graña desapareció en los confines de la selva sin que ni siquiera
su gran amigo librero tuviera noticias de él, pero cuando vuelve a aparecer lo
hace de forma espectacular. El periodista y escritor Víctor de la Serna, el
primero que utilizó el sobrenombre de Alfonso I, Rey de la Amazonia, y quizá la
persona que más contribuyó a ensalzar la figura de Graña en la España
republicana, describió así el momento: "Al cabo de unos años se supo
por unos indios jíbaros, de la tribu de los huambisas, que allá por la
gigantesca grieta que el Amazonas abre en el Ande, hacia el Pongo de
Manseriche, vivía y mandaba un hombre blanco. Graña era el rey de la Amazonia.
Y entonces un día, hacia Iquitos, avanzó por el río una xangada con indios
jíbaros, muchas mercancías y Graña. Lo reconocieron sus amigos y, sobre todo,
con doble alegría, Mosquera".
En
sus estancias en la ciudad, Graña cuidaba de sus indios, les curaba las
heridas, les cortaba el pelo, les llevaba al cine, etc. Pero sobre todo, acudía
a la ciudad a hacer negocios. Aparecía una o dos veces al año con las balsas
cargadas de carne curada, pescado salado, monos, venados, bueyes y tortugas,
siempre rodeado de jíbaros que mostraban a las asombradas hijas de Mosquera las
tzantzas o cabezas reducidas. Nadie sabía dónde vivía exactamente, pero se
movía sobre todo en el entorno del Pongo de Manseriche, el terrible rápido a 10
jornadas enteras de canoa, río arriba, desde Iquitos.
"Diez
kilómetros de violentos remolinos, rocas, torrentes".
Así describe Mario Vargas Llosa el Pongo en su novela La casa verde. Con el
tiempo, la gente fue relacionando la ascendencia de Graña sobre los jíbaros,
entre otras cosas, con su capacidad para atravesarlo sin siquiera amarrarse a
las balsas, como un loco inmortal llegado de otro mundo. No es para menos,
porque el Manseriche, donde las aguas del Marañón se encajonan en un angosto
cañón rocoso de sólo 25 metros de ancho y acaban precipitándose sobre una
piedra de 30 metros de altura, era y sigue siendo un infierno de remolinos que
se traga decenas de hombres y barcos de gran porte. Sólo los jíbaros más
valientes se atrevían a navegar el Pongo y Graña.
Según
cuenta Allegue en su libro Galegos: as mans de América, cruzaba la torrentera
agarrado tan sólo a su pértiga y encomendándose a voz en grito al padre Rafel
Ferrer, un sacerdote español que 100 años antes había muerto en el río y cuyo
espíritu, según el gallego, le protegía. Graña, además, había enseñado a los
indios a aumentar la producción de sal, indispensable para curar el pescado y
la carne, y se empleó a fondo para reducir los conflictos entre aguarunas y
huambisas utilizando sus dotes de persuasión y su capacidad de mando.
Su
fama, con el transcurrir de los años, fue creciendo. Mosquera, que, a pesar de
haber aprendido a leer ya mayor, tenía una irrefrenable pasión de cronista, le
sentaba delante de él cada vez que llegaba, le instaba a contarle sus aventuras
y, mientras tanto, reproducía su cháchara tecleando compulsivamente en su vieja
máquina de escribir. Esas páginas, redactadas con fluidez y gracejo, cuajadas
de faltas de ortografía y expresiones en gallego, representan hoy un testimonio
clave para comprender la vida de Graña, su relación esporádica con la
civilización y su posterior contacto con uno de los proyectos científicos más
ambiciosos de la II República.
La
autoridad de Alfonso Graña sobre ese vasto territorio selvático se consolida
con el tiempo y llega incluso a oídos de los hombres más poderosos del planeta.
Cuando en 1926 la Standard Oil (la petrolera propiedad de los Rockefeller)
quiso explotar los supuestos pozos petrolíferos del alto Amazonas, tuvo que
pactar con Graña, y gracias a él pudo hacer los sondeos. Sólo Graña podía
evitar que las tribus atacasen a los expedicionarios, sólo él podía proveerlos
de víveres y, lo que es más importante, sólo él conocía dónde brotaba el
petróleo de la tierra con la misma naturalidad que el agua de una fuente.
Mientras
tanto, Cesáreo Mosquera se entera por un artículo de Víctor de la Serna de que
el famoso aviador republicano Francisco Iglesias Brage lidera en España una
denominada Expedición Iglesias al Amazonas, con el apoyo del Gobierno y de
intelectuales de la época como Gregorio Marañón o Ramón Menéndez Pidal. Sin
pensárselo dos veces, Mosquera le escribe a Brage: "Supongo que es una
broma, pero si no lo es, aquí estamos Graña y yo".
El
aviador, famoso por hazañas como su vuelo sin escalas de Sevilla a Salvador de
Bahía en 1929, le contesta de inmediato y a partir de ese momento el librero y
su amigo Graña se convierten en entusiastas colaboradores del proyecto.
Mosquera escribe decenas de cartas a Brage con datos preciosos para los
preparativos de la expedición, "entrevista" compulsivamente a Graña
cuando éste se acerca a Iquitos sobre todo de tipo de aspectos relacionados con
la vida en la selva (costumbres de los indios, distancias, fauna, formas de las
embarcaciones) e incluso pregunta a los jíbaros sobre la técnica para reducir
cabezas (Lo hacen mediante una ceremonia en la que la piel de la testa es
separada del cráneo y posteriormente hervida) o los efectos de la ayahuasca, la
planta "que no se toma para curar, sino por soñar".
Graña
en la selva
Víctor
de la Serna comienza a hacerse eco del poder de Graña en los periódicos y
revistas de la época, mientras la Expedición Iglesias al Amazonas alcanza
velocidad de crucero. El 16 de junio de 1932, las Cortes elaboran una ley para
darle el definitivo impulso y se inicia la construcción del Ártabro, un buque
especialmente diseñado a tal efecto que contenía desde un laboratorio hasta
pequeños aviones de alas plegables con los que realizar las exploraciones.
Mientras
tanto, Mosquera, que seguía al dedillo la evolución del proyecto, no sólo se
limita a enviar datos por escrito, sino que le hace llegar a Iglesias Brage
todo tipo de material traído por Graña: botellitas con agua del río, con
petróleo, monos ahumados, paujiles, paiches, capullos de crisálida y decenas de
fotografías realizadas por el gallego selva adentro. Víctor de la Serna divulga
sin descanso los trabajos. El filósofo Ortega y Gasset se suma al patronato de
la expedición y es entonces cuando, de nuevo en el Amazonas, un suceso acaba
por asentar definitivamente el reinado de Alfonso Graña.
Todo
comienza cuando en 1933 un avión de combate de las Fuerzas Aéreas peruanas que
participaba en la guerra entre Perú y Colombia se estrella en plena selva.
Fallece el piloto, y el mecánico queda malherido. Los indios, comandados por
Graña, localizan los restos del aparato y salvan la vida del herido cuidando de
él toda la noche.
Fue
entonces cuando Graña toma una decisión con la que alcanzaría una fama
imperecedera. Embalsama el cadáver con la ayuda de los indígenas, ordena
recoger los restos del hidroavión y los embarca junto al ataúd en una balsa. En
otra, monta un segundo avión de la misma cuadrilla que había sufrido
desperfectos tras el amerizaje de emergencia, aunque sin víctimas. Y con esa
frágil flota se dispone a hacer lo que parecía imposible: cruzar el Pongo de
Manseriche.
Con
ayuda o no de su espíritu protector, lo cierto es que logra su objetivo, y más
de una semana después llega a Iquitos, donde le recibe una multitud
impresionada ante la valentía de ese hombre que se había jugado la vida para
entregar el cadáver a la familia del piloto. Una familia de gran alcurnia que,
agradecida, contribuyó sin duda a que poco después el Gobierno peruano
reconociese oficialmente la soberanía de Alfonso Graña sobre el territorio
jíbaro y la explotación de sus salinas. Alfonso I, Rey de la Amazonia había
dejado de ser el apodo acuñado por Víctor de la Serna para convertirse en una
realidad. Aquel piloto se llamaba Alfredo Rodríguez Ballón, y el aeropuerto de
la ciudad peruana de Arequipa lleva hoy su nombre.
Alfonso
Graña no pudo disfrutar mucho de su gloria. El misterio de la causa y el
momento de su muerte se mantendría hasta que Maximino Fernández localizó una
carta firmada por Luis Mairata, un español residente en Iquitos, y enviada al
capitán Iglesias Brage en diciembre de 1934: "Le supongo enterado de
que el pobre Graña murió el mes pasado", dice, "cuando se
dirigía a su fundo del Marañón. El pobre padecía cáncer de estómago y no tuvo
remedio".
Murió
en plena selva, y nunca se localizó su cadáver. Su gran amigo Cesáreo Mosquera
se había marchado el mes de junio de ese mismo año a España, con intención de
quedarse. De la Serna le dedicó en enero de 1935, en el periódico Ya, un
inspirado obituario: "Detrás de su alma en tránsito", escribió;
"detrás de su alma simple, como la de una criatura elemental, la selva
se habrá cerrado en uno de esos estremecimientos indecibles del cosmos vegetal".
Poco después, la Guerra Civil se llevó por delante, entre tantos sueños, el de
la Expedición Iglesias al Amazonas. Y casi se lleva también a Mosquera, que,
republicano confeso, huyó a Portugal, y de ahí, de nuevo, a Brasil. Nunca
regresaría a España. Murió en Iquitos en 1955. Hoy, su librería sigue ahí,
aunque con el nombre cambiado. Se llama Tamara.

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