Catalina de Erauso nació en San Sebastián en 1592 o
1585, depende de la fuente que se lea (aquí está el primer enigma de su vida)
en el seno de una familia acomodada. Eran tiempo de aventura y conquista en
América, que actuaba como un imán para los aventureros ávidos de gloria. Pero
ese no era el destino de Catalina. Su padre, capitán con un importante cargo en
la provincia de Guipuzcoa, jugaba con todos sus hijos a juegos de soldados,
incluidas las niñas, pero ese no era el destino de una mujer en esa época.
Catalina, como todas las mujeres de su época, fue ingresada en un convento.
Allí aprendían a leer y algo de latín, lo justo para poder leer los misales.
Tampoco era muy agraciada, por lo que sus padres entendieron que no tendría
muchos pretendientes, a si que su futuro se perfilaba sin salir del convento.
En su caso, fue a los 4 años cuando fue ingresada
junto a sus hermanas Isabel y María en el convento de San Sebastián el Antiguo,
donde su tía era priora. Pronto su mal genio hizo que las religiosas pidieran
su traslado, lo que hicieron sus padres, ingresándola en el Monasterio de San
Bartolomé de San Sebastián, donde las monjas eran más rígidas. Allí estuvo
hasta los 15 años, sin dejar de pelearse con unas y otras.
La noche del 18 de marzo de 1600, encontró las llaves
del convento colgadas en un rincón y escapó, se hizo ropa de hombre con el
hábito que llevaba y se cortó el pelo. Nadie supo que era una mujer hasta el
fin de su vida.
Cambió su nombre por el de Francisco de Loyola y
caminando de pueblo en pueblo llegó a Vitoria, donde se encontró con Francisco
de Cerralta, catedrático, casado con una prima de su madre, con quien convivió
3 meses, aprendiendo algo de latín, pero parece que tuvo un encontronazo con el
y se escapó llevándose algo de dinero del profesor. Desde allí fue a
Valladolid, sede entonces de la corte de Felipe III, y se puso a servir en la
corte como paje de Juan de Idíaquez, secretario del rey, durante 7 meses. Sin
embargo, el secretario era íntimo amigo de su padre, y éste acudió a Valladolid
buscándola, preguntando a Idíaquez, quien no sabía que su paje, Francisco de
Loyola, era en realidad la hija de su amigo. Tan bueno era el disfraz que ni su
padre la reconoció en una ocasión en que estuvo hablando con ella.
Aún así, Catalina vio el peligro y huyó a Bilbao, allí
no tuvo suerte y decidió viajar a Estella de Navarra tras salir de la cárcel,
donde estuvo un mes por herir a un joven que intentó robarla. En Estella,
estuvo al servicio de Alonso de Arellano durante dos años, en los que tuvo una
vida tranquila. Sin ninguna razón, decidió volver a San Sebastián, donde vivió
un tiempo como hombre, viendo con regularidad a su familia sin ser visto. Pasado
un tiempo, llegó al puerto de Pasajes, desde donde embarcó hasta Sevilla y
después a Sanlúcar de Barrameda. Allí se enroló como grumete en el barco del
capitán Esteban Eguiño, primo de su madre y zarpó en 1603 rumbo a América.
La primera parada en América fue en Punta de Araya, en
Venezuela, donde tuvo su primer enfrentamiento con una flota pirata holandesa,
a la que derrotaron. De allí fueron a Cartagena de Indias y Nombre de Dios, de
donde debían partir de vuelta a España. El capitán había cogido cariño a
Catalina, por lo que ejercía como secretario del capitán. Por ello,
aprovechando una parada, salió del barco con 500 pesos que había robado al
capitán, diciendo que le había mandado a un recado, yéndose a Panamá.
Allí entró al servicio de Juan de Urquiza, comerciante
de Trujillo con quien embarcó hacia Paita, en Perú. Por el camino, el barco
naufragó, salvándose sólo Urquiza y ella (o el), nadando hasta la orilla. En
Paita se hizo cargo de una hacienda de Urquiza, y tras un tiempo se fue a casa
de su jefe en Saña, donde éste le premió por su gestión con casa, dinero, tres
esclavos negros y una tienda. En Saña, tuvo una nueva pelea, así la describe:
“estando un día en la comedia, en un asiento que había
tomado, un fulano [llamado] Reyes vino y me puso [un sombrero] tan delante y
tan arrimado que me impedía la vista. Pedile que lo apartara un poco, respondió
desabridamente, y yo a él, y díjome que me fuera de allí o me cortaría la cara.
Yo me hallé sin armas, sólo una daga, y me salí de allí con sentimiento,
atendido por unos amigos, que me siguieron y sosegaron”
El episodio pasó pero a los pocos días, el tal Reyes
se presentó una noche junto a un amigo buscando a Catalina, así lo cuenta;
“Cerré la tienda, tomé un cuchillo y fuime a buscar un
barbero e hícelo amolar y picar el filo como una sierra, y poniéndome luego mi
espada, que fue la primera que ceñí, vide a Reyes delante de la iglesia
paseando con otro, y me fui a él, diciéndole por detrás: “!Ah, señor Reyes¡”
Volviéndose él, y dijo: “¿Qué quiere?” Dije yo: “Ésta es la cara que se corta”,
y dile con el cuchillo un refilón que le valió diez puntos. Él acudió con las
manos a la herida; su amigo sacó la espada y vino a mi y yo a él con la mía.
Tiramos los dos, y yo le entré con la punta por el lado izquierdo, que lo pasó
y cayó”
La pelea le costó la cárcel, de donde salió gracias a
Urquiza, que medió con el obispo local para que saliera de la cárcel a cambio
de casarse con una dama de su jefe, tía del joven que había herido. Catalina se
negó y su jefe, Juan de Urquiza, le puso una tienda en Trujillo. Pero Reyes, fue
a buscarla y de nuevo pelearon, matando Catalina a Reyes y al amigo que había
venido con ella, siendo nuevamente encarcelada, de donde salió de nuevo por las
gestiones de su jefe, quien le dio carta de recomendación, dinero, y la envió a
Lima, capital del Virreinato del Perú. Allí estuvo trabajando para el cónsul
mayor de Lima, Diego de Solarte, pero tuvo que salir huyendo a los 9 meses tras
encontrarle su jefe “andándole entre las piernas” a su cuñada.
Encontró una salida alistándose en el ejército que se
estaba preparando para la conquista de Chile. Las compañías se dirigieron al
puerto de la Concepción hacia 1619, donde Catalina se puso a las órdenes del
capitán Miguel de Erauso, que ¡¡¡era su hermano!!!, el cual no la reconoció.
Durante la campaña militar, Catalina demostró su
pericia con las armas y su gran valor. Durante la batalla de Valdivia, al ver
como un grupo de indios habían robado la bandera, montó a caballo junto a otros
dos compañeros y fue a rescatar la bandera. Por el camino les atacaron
continuamente y los compañeros de Catalina murieron, llegando sólo ella, que se
enfrentó al líder indio que tenía la bandera, y logró rescatarla. Por esa
acción fue ascendida a alférez, que era el grado más alto al que un soldado
raso podía ascender, si no era un noble con capacidad económica para formar su
propia compañía.
Catalina se ganó fama de cruel, y en una ocasión,
desobedeciendo a un superior, mató a un feje indio desarmado. Esto le hizo caer
en desgracia. En Concepción, mata al Auditor General, por lo que es
encarcelada. Y tras salir libre, mata en duelo, por un lío de faldas, a su
hermano, por error, Miguel de Erauso, lo que fue un duro golpe para ella, y por
lo que es encarcelada ocho meses.
Tras salir de la cárcel, decide cruzar los Andes para
ir a Argentina. El viaje es durísimo y aún hoy parece increíble que pudiera
hacerlo con los medios de la época. En Tucumán, promete matrimonio a dos
jóvenes, pero huye sin cumplir su promesa a Potosí, donde se pode al servicio
de un sargento mayor y participa en otra campaña contra los indios, cometiendo
grandes matanzas.
De nuevo en La Plata es acusada de un delito y
encarcelada y vuelta a poner en libertad, dedicándose a traficar con trigo y
ganado a las órdenes de Juan López de Arquijo. En Piscobanba, mata a un hombre
en una pelea durante un juego de cartas y es condenada a muerte pero en el
último momento, dos individuos testificaron a su favor. De nuevo es condenada a
muerte por otra pelea y se refugia en una iglesia en La Paz, de donde huye a
Cuzco, pero ya está buscada por las autoridades y se siente acosada.
Es detenida finalmente en Huamanga, en Perú, en 1623.
Es llevada ante el obispo Agustín de Carvajal a intentar una confesión de la
antigua monja. En su lugar, lo que Catalina hace es confesar que es una mujer,
y que había estado en un convento. El obispo al principio no la cree y ordena a
dos matronas que la examinen. En efecto, confirman que se trata de una mujer y
que además es virgen. El obispo, impresionado por su historia, la protegió y
dio a conocer su vida al público. Fue enviada de nuevo a España. Donde ya había
llegado noticia de ella, y fue recibida por el rey Felipe IV. Se le concedió la
pensión de alférez y se le permitió seguir usando su nombre de hombre. Para
entonces ya era muy famosa, los nobles hacían cola para conocerla, y la gente
salía a la calle para verla pasar.
Catalina fue obligada a entrar en un convento, donde
estuvo por dos años y medio. Pero su historia llegó a Roma, donde fue recibida
por el Papa Urbano VIII, quien le concedió permiso para seguir usando su ropa
de hombre. Después fue a Nápoles, donde refiere que se encontró con un grupo de
chicas, acompañadas de unos chicos. Ella relata en sus memorias el encuentro:
“Signora Catalina, dove si cammina? A lo que ella
respondió: “A darles a ustedes pescozones y cien cuchilladas a quien las quiera
defender”. Callaron y se fueron de allí.
Catalina se sentía en Europa, y sobre todo en España
un mono de feria, un bicho raro. Por eso, con su pensión en el bolsillo, y la
autorización para seguir siendo un hombre, tomó la decisión de volver a
América, donde podía disfrutar del anonimato.
En 1630 se instaló en el estado de Veracruz, donde
puso un negocio de transporte entre México y Veracruz. Allí murió, y ese es el
último enigma de su vida. No se sabe muy bien el año, y la causa. Hay quien
dice que la intentaron robar y murió en la pelea, otros que murió cruzando un
río…
Tampoco se sabe donde están sus restos. Según parece
estarían en la iglesia de San Juan de Dios de la ciudad de Orizaba, en el
estado de Veracruz, en México. Pero eso también es parte de la leyenda
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